En ambas fiestas la luz que triunfa sobre las tinieblas es el símbolo de Dios
La Navidad (25 de diciembre) es la fiesta cristiana de la celebración de la Natividad (el nacimiento) de Jesús (Yahvé, Dios, en hebreo) en la localidad palestina de Belén (Bethlehem, casa del pan), en cuya víspera (el día de Nochebuena) finaliza el Adviento (ad venire, anuncio de su llegada), primer período del año litúrgico cristiano.
Los símbolos de la Navidad quedan bien patentizados en los belenes navideños que adornan los hogares, hasta su retirada el día siguiente al 6 de enero, día de la Epifanía o de la Adoración de los Reyes, primera fiesta del año nuevo en el calendario cristiano.
El nacimiento de Jesús (que marca el año 1 de nuestra era) tuvo lugar en una casa de pastores, en los montes de Judea, siendo el templo de su real cuna un humilde pesebre. Su nacimiento fue anunciado por el milagroso acontecimiento de una estrella que apareció en el cielo. Luz que a su vez sirvió de guía a tres Magos reyes de Oriente que se postraron ante el humilde portal de Belén para entregar al Niño recién nacido sus ofrendas de oro (como rey) incienso (como Dios) y mirra, en referencia a su condición humana. El rey Herodes I el Grande, que en aquel entonces gobernaba sobre Judea, alertado también por la estrella del nacimiento del que habría de ser, según los profetas, el rey de los judíos, habría ordenado (temeroso de ser destronado) el asesinato indiscriminado de los niños nacidos en aquellos fechas. Y es en recuerdo de aquellos niños mártires que la Iglesia instituyó un día de celebración (28 de diciembre) conocido como el día de los Santos Inocentes.
Navidad cristiana y Hanukkah judía ¿Existe alguna relación? Pues sí y no.
Hanukkah (que significa dedicación) es la celebración más importante de las fiestas del pueblo judío y se celebra a partir del día 25 del mes hebreo de Kislev, el cual (su calendario es lunar) suele coincidir con nuestro mes de diciembre. La fiesta de Hanukkah dura ocho días y durante este tiempo las calles se iluminan –casi tanto como las de Vigo– y engalanan, celebrándose en ellas espectáculos y juegos para los niños. Y entre ellos, especialmente el juego del dreidell, peonza de cuatro caras, cada una de ellas con una letra que, juntas, conforman el acrónimo, en hebreo, de la frase «Un gran milagro sucedió allí». Así durante cada una de las 8 noches de Hanukkah, los niños se afanan en jugar a la pirindola para dirimir quién se hace con más monedas de chocolate, uno de los regalos (junto a monedas reales doradamente cromadas) que en Hanukkah, y ya desde el siglo XVII, es costumbre dar a los niños.
El origen de esta fiesta se remonta al año 167 a. C. en el que Matatías, jefe de la familia de los Macabeos, liberó a la tierra de Palestina del yugo de los sirios, recuperó para el culto judío el templo de Jerusalén y fundó, por vez primera, un Estado hebreo independiente. Mas para alimentar la luz eterna en el nuevamente dedicado a Dios, templo de Jerusalén, era preciso un aceite de oliva especialmente purificado y los Macabeos solo disponían de una cantidad suficiente para un día. Sin embargo, milagrosamente, el óleo duró ocho.
De ahí los 8 días de la fiesta de Hanukkah, durante los cuales en los hogares judíos se enciende un candelabro de 9 brazos (llamado hannukia) con una vela central sirviente más alta, y al que en cada noche se añade una vela, de derecha a izquierda, encendiéndose una por noche, empezando por la más nueva, de izquierda a derecha.
De manera que bien podría decirse que, tanto en Navidad como en Hanukkah, la luz del sol que triunfa sobre las tinieblas en el solsticio de invierno, es el símbolo de Dios, tal y como el mismo Jesús, de acuerdo a las profecías de Isaías, proclama en los Evangelios: «Yo soy la luz del Mundo». Y este es el gran milagro de la Navidad para los cristianos. Pero también para los judíos, el pueblo elegido por Dios para que de él naciera el Mesías, llamado Jesús de Nazaret, el salvador que otorga la libertad a todas las personas, sin exclusión, y las lleva a la luz de Dios a través del amor.
Así mismo, con su humilde nacimiento, Jesús demuestra que Él, y por tanto cada ser humano, es el verdadero templo de Dios. De ahí que, como signo inequívoco de amor universal que entraña la Navidad, el Papa San Juan Pablo II iniciara la tradición de encender en el Vaticano, en el día de Navidad, «el cirio de la paz». Una luz de hermandad universal que nace de la tradición judeocristiana y se manifiesta en la fiesta judía de Hanukkah y en la cristiana de Navidad.