Por: Ricardo Díaz
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El Gobierno ha presentado, a través de los ministerios de Justicia y Seguridad, un proyecto para bajar la edad de imputabilidad penal a los 13 años. Es un tema que vuelve recurrentemente conforme gira la veleta de los vientos políticos y electorales.
No se trata de negar la posibilidad de abrir algunas preguntas legítimas sobre cómo tratar socialmente las situaciones difíciles referidas a menores de edad que, cometen actos ilícitos, muchas veces instigados por adultos. Delitos y crímenes que provocan dolor y lastiman realmente a familias de nuestra sociedad. Incluso, parece razonable que una cuestión tan delicada no esté legislada por una norma que data de 1980 y que no fue sancionada por un Congreso de la democracia, sino por Videla, el primer presidente de facto de la última dictadura militar.
Sin embargo, por ser una cuestión tan sensible, no es un tema para ser despachado expeditivamente, en una acción irresponsablemente rápida.
Se trata de que no legislen ni sean jueces las víctimas, o los familiares de las mismas, por el mero hecho de ser tales. Hay experiencias que inundan de dolor la vida de una persona, que merecen disponer de respeto, silencio, distancia, para poder tramitar tal padecimiento y no parece sensato que desde ese estado de conmoción emocional se tomen decisiones de fondo para ordenar los procesos judiciales o la vida de un menor durante un período de tiempo que puede ser considerable.
Menos aún se trata de que políticos o periodistas oportunistas intenten ganarse el favor de quienes los escuchan o leen, exacerbando emociones bajas que todos tenemos, como el miedo, el enojo, el odio o el sufrimiento, y desde esa movilización intentar instalar un debate y una demanda. Semejante actitud no sería honesta del todo, lleva a sospechar de
demagogia y da pie a pensar que desde un sustrato tan negativo difícilmente pueda llegarse a una buena conclusión.
Sí sería importante que no confundamos gestos adustos y severos o palabras amenazantes e iracundas con la seriedad, la convicción y la determinación necesarias para pensar a fondo una cuestión tan delicada, en consonancia con una mirada más actual y profunda, los derechos del menor que ya hemos reconocido e internalizado y los tratados internacionales a los que estamos obligados.
Yendo a los datos, las estadísticas de años recientes informan que es muy baja la proporción de menores de 16 años que participan en delitos, y, contra lo que suele afirmarse equivocadamente con frecuencia, a esa edad ya hay previstas acciones penales posibles.
Una consideración amplia y serena sobre los menores, el rol y la tarea vital que deben encarar, debería contemplar cómo es la transición gradual desde la niñez hasta la adultez que les presenta nuestra sociedad actualmente, sus derechos y deberes a distintas edades: ¿hasta qué edad debería educarse obligatoriamente un menor? ¿A qué edad debería poder trabajar? ¿A qué edad podría comprar libremente sustancias toleradas socialmente como el alcohol o el tabaco? ¿A qué edad debería poder manejar un auto o una moto? ¿A qué edad debería poder abrir una cuenta bancaria? ¿A qué edad debería poder iniciar un emprendimiento comercial? ¿A qué edad debería poder una persona votar, o estar obligada a ello? ¿A qué edad debería poder candidatearse a un cargo electivo?
Desde luego, también habrá que reflexionar sobre las condiciones de castigo y rehabilitación de nuestras instituciones penitenciarias, especialmente las destinadas a menores, tratando de pensar alternativas al mero encierro tras las rejas y recuperando el fin explícitamente previsto en el artículo 18 de nuestra Constitución Nacional: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice». Si
enviamos a los jóvenes a las cárceles para “que se pudran” en ellas, es altamente probable que el día que salgan de ellas, lo hagan podridos en su moral y carácter.
Como personas sensibles a la figura de Don Bosco, no podemos evitar recordar aquella experiencia inicial en la cárcel de Turín que lo selló pastoralmente y recuperar la intuición preventiva: “Me horroricé al
contemplar una cantidad de muchachos, de doce a dieciocho años, sanos y robustos y con una gran inteligencia. Sin embargo, estaban allí sin hacer nada, atormentados por los insectos, hambrientos y con el corazón vacío. Me di cuenta también de que algunos volvían a las cárceles porque estaban abandonados a sí mismos y era el único sitio donde cobijarse. ‘Quién sabe —decía yo para mí— si estos muchachos tuvieran fuera un amigo que se preocupase de ellos y les enseñase, a lo mejor no irían tantos a la cárcel’”.
Los adultos no responderemos adecuadamente estas preguntas si lo hacemos movidos por la frustración que nos generan tantas situaciones de inseguridad que emergen como resultado final y visible de décadas de postergación y crisis educativas, laborales, familiares, etc. Por el contrario, poniendo a las
personas en el centro de nuestras preocupaciones, aún reconociendo la validez de dolores abiertos e inquietudes planteadas, renovemos el empeño por emprender el camino lento, largo y difícil de la prevención, la contención, la educación y la formación.
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – AGOSTO 2024