Algún fin de semana de lluvia puede que encuentre a más de uno sin mucho que hacer. Tal vez nada. La tarde se vuelve soporífera; nada motiva salvo tirarse en el sillón y buscar el control remoto. Es casi un movimiento reflejo e incontrolable: “vamos a ver qué hay en la tele”.
No es extraño encontrarnos entonces con películas repetidas hasta el hartazgo. Volvemos una y otra vez a la casi desilusionante experiencia de hallar sólo lo ya visto. Y digo “casi” porque, en el fondo, a veces nos gusta volver a ver lo mismo, aunque más no sea para “matar el tiempo”. Es allí cuando podría asaltarnos la pregunta: ¿por qué pierdo tiempo viendo algo que ya sé cómo termina? Aunque parezca extraño, esta pregunta tiene que ver con nosotros mismos.
No es sólo un acto reflejo. Sentarnos en un sillón y dejar que desfilen ante nuestros ojos las mismas imágenes una y otra vez es en definitiva una búsqueda. Lo mismo ocurre cuando nos ponemos los auriculares y escuchamos por enésima vez la misma música; en realidad, buscamos, porque nacimos con esa esencia.
Las emociones marcan el ritmo de nuestros días y de nuestra vida. A veces controlan nuestros movimientos más de lo que quisiéramos. Y no nos sorprende que, cuando los sentimientos son amargos, llenos de furia o sombríos y deprimentes, los demás nos pregunten: ¿qué te pasa? ¿estás bien? ¿te pasó algo…? Y obvio, sí, algo sucedió.
Y entonces se activa en nosotros el deseo de expresarlo. A veces elegimos hacerlo sin testigos, tal vez porque no deseamos que nos vean llorar. Quizás otras veces salimos a dar una vuelta, o a trotar. Tal vez hablamos con algún amigo, de esos que parece que lo único que tienen que hacer cuando nos ven así es clavarnos la mirada a nuestra frustración y prestar el oído a nuestra palabra angustiada.
Las películas siempre vistas, las músicas siempre escuchadas, los cuadros y esculturas siempre admiradas, los libros releídos… en definitiva, el arte, ha servido y seguirá sirviendo para ayudarnos a encontrar lo que buscamos. Así como correr, llorar o dialogar con un amigo, así también el arte puede ser el lugar de nuestro desahogo y de las respuestas que buscamos y aún no tenemos.
Las películas inspiran, emocionan, rememoran la historia y miles de historias. Nos recuerdan lo grandiosa que es la dignidad humana, sus valores, aquello por lo que luchamos y hasta daríamos la vida, tal cual lo hacen los héroes. Y esto ocurre en todas las películas, incluso en aquellas que vemos miles de veces.
Entonces, ¿por qué vuelvo a ver la película que ya vi, si ya conozco el final? Porque necesito que me recuerde aquella moraleja que me identifica o quisiera que así fuera. Porque nos revela cosas de nosotros mismos, como humanidad, que seguramente conocemos, pero que necesitamos recordar y repetirnos.
Algún teórico del cine afirma que las películas se parecen a cuerpos vivos. Una vez que nacen, crecen con el tiempo. Algunas perduran para siempre —las clásicas—, otras mueren al poco tiempo —las fácilmente olvidables—, y a otras, las cenizas del tiempo las ocultan, hasta que alguien o algo hace que se despabilen y vuelven a ser admiradas en un tiempo distinto del que las vio nacer. Y es que el cine dialoga con el hombre en el tiempo que sea. El cine es atemporal: habla al nacer, y sigue hablando al pasar el tiempo.
Pero hemos de decir, que con todo lo que podamos ver, el valioso mensaje o moraleja de una película será siempre limitado frente al caudal de nuestras preguntas y búsquedas. Y es que cada año, hay otra historia que volvemos a escuchar y que a algunos los encuentra indiferentes o “desenchufados”, y a otros recogidos y silenciosos, escuchadores devotos y arrepentidos. Nos referimos a la Pasión y Resurrección de Jesús.
Algo así como sucede con las películas, podemos experimentar este tiempo que estamos viviendo: la Cuaresma. En realidad, sucede con todos los momentos en los que nos detenemos a contemplar alguna parte del misterio de Dios y de su hijo Jesús: puede ser la Cuaresma, la Pascua, el Adviento o la Navidad. Aquí también podemos preguntarnos: si ya sé de qué se trata y cómo termina todo esto, ¿por qué estoy invitado a vivirlo cada año, nuevamente?
Es cierto que Jesús, su vida, su mensaje de Buena Noticia, nos cuenta y nos recuerda siempre el mismo y único contenido. Pero tal vez, eso mismo puede ser una respuesta —de esas que buscamos y nos cuesta encontrar— a nuestra pregunta, a todas las preguntas, en cada momento de la vida.
Si no dejamos paso a la pregunta, no podremos correr nunca tras su respuesta. La pregunta guía nuestra búsqueda, como la estrella guía al navegante. La pregunta por el sentido de la vida, por quien soy en realidad, aquella que se debate sobre el misterioso plano de la vida y de la muerte, su sentido, su significado… esa pregunta o todas esas preguntas, son tan reiterativas en nosotros como las películas del canal por cable. Pero siempre que nos hacemos esas preguntas —una por una o todas juntas—, nos fascinamos como un niño atento a las manos de un prestidigitador. Maravillados y atraídos por la búsqueda de lo que aún no encontramos.
Tal vez ahí sí hallemos el sentido de vivir la Cuaresma una y otra vez. Tal vez allí encontremos en cada distinto momento de nuestra vida, el atisbo de respuesta a nuestra pregunta.
BOLETIN SALESIANO – MARZO 2021