Por Santiago Valdemoros
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La música ha sido desde siempre un lugar de expresión y de reconocimiento, y la Iglesia también se ha valido de ella para transmitir su mensaje a la sociedad. En ese largo recorrido artístico y cultural, aparece en los últimos años en Latinoamérica el nombre de Cristóbal Fones: sacerdote jesuita, de poco menos de 50 años, acumula más de treinta mil seguidores en Youtube, y algunos de los videos de sus canciones llegan a la cifra de cien mil reproducciones.
Yo quisiera que dejara un cambio. Me parece que el modo que teníamos de celebrar dejó de tener sentido para muchas personas y hace mucho tiempo. La gente en general no comprende nuestra forma de celebrar la fe, dejó de ir a la eucaristía, porque hay una tendencia hacia lo individual. Y porque el lenguaje que usamos y la rigidez con la que celebramos se va alejando de su cotidianeidad. Necesitamos preguntarnos qué decimos con nuestra forma de celebrar. ¿Qué dice un sacerdote lleno de ropa y muy alto en el altar? ¿Estamos transmitiendo la proximidad de Dios con nosotros? Hay comportamientos que casi contradicen el contenido que queremos transmitir.
Este “ayuno” de celebración presencial puede ser la oportunidad para, a la hora de retomarlo, transformarlo un poco. Renovarlo en su ímpetu, en su fuego, en su autenticidad. La mediación virtual permite llegar a muchos hogares y contextos que no llegaríamos de manera presencial. Pero que alguien escuche cien mil veces una canción no me dice nada de su experiencia religiosa. No tengo idea si la escuchó y le tocó el corazón, o si la dejó prendida en su celular.
Ojalá que se siga escuchando, pero eso no alcanza a ser una experiencia profunda, sostenida en el tiempo y que genera un proceso. Alguno puede pensar: “Mientras más aparezcamos en Internet, más evangelización se produce”, pero no creo que sea así. Sospecho que nuestra humanidad, con todo el hastío que está provocando esta “sobredosis” de estímulos, volverá a valorar lo sencillo, lo simple. Entonces esta presencia en los medios tiene que ofrecer y volver a convocar al encuentro comunitario.
Jesucristo. Eso es lo que podemos y lo que debemos ofrecer, es lo único que importa. Facilitar a la gente una experiencia personal con Jesucristo, único mediador para el encuentro con Dios. Si fallamos en eso, fallamos en todo. La única misión de la Iglesia es colaborar con Cristo en la salvación del mundo, y eso pasa por una experiencia liberadora, humanizadora, que se nos ofrece en Jesús de Nazaret. ¿Cómo se concreta? En una experiencia de comunidad frente a una experiencia individualista. En una experiencia de profundidad ante un sinnúmero de experiencias superficiales. Y en una experiencia de trascendencia, que me saca de mí mismo, frente a una experiencia egoísta.
Hoy la gran crisis no es de fe, es de amor. A la gente le cuesta creer en Dios porque no nos amamos, no creemos en el otro. El amor se ha vuelto simplemente que el otro me haga sentir lo que yo creo que necesito sentir. Y el amor oblativo, el amor de Jesús, es un amor “extrovertido”, que en el amar aprende a ser amado.
Creo que la economía se ocupa de mantener entretenidos a los jóvenes para que consuman lo superficial. Hay un mensaje que les dice que son “lo máximo”, que sus papás no saben nada, que sus abuelos son unos inútiles y que sus hermanos todavía no entienden: “Tú eres lo máximo y la respuesta a todos los problemas de la sociedad”. Creo que hay un engaño social muy profundo en creer que cualquier generación se basta a sí misma. Nos necesitamos todos y todos somos muy importantes. En ese sentido, la Iglesia podría ser para este mundo, si lo trabajamos bien, una gran metáfora del Reino. Pero a veces nos parcelamos y hay una misa para jóvenes y una misa para niños. Y nos estamos perdiendo de decir: “Esto es para todos”. Esa metáfora del Reino, que es la eucaristía, es una muy buena noticia para un mundo sediento de comunidad porque está fragmentado.